martes, 24 de febrero de 2009

Controversia
SOBRE LAS PUBLICACIONES
CIENTÍFICAS


Nadie ignora que Internet está asociada, desde su gestación, a la difusión del conocimiento científico. El impacto que ha alcanzado desde entonces y las consecuencias que se desprenden para la comunidad científica son temas de una controversia muy actual.
Mientras la discusión se ventila en la prensa, siguen adelante iniciativas ­–como la llamada Internet 2, la Grid o la web semántica, así como el concepto P2P y el lenguaje XML– que prometen llevar aún más lejos esa íntima relación con la ciencia. Y es precisamente la comunidad científica la que está proponiendo la pérdida de influencia de las publicaciones en papel, con un paralelo ascenso de las que se editan online.
No se trata sólo de una cuestión de costes: la funcionalidad de la respuesta a las necesidades de los científicos es el factor determinante para decidir cuál será el futuro modelo. Y aquí empiezan las discrepancias entre lo que proponen unos y otros. Algunos datos son reveladores de la dimensión del problema.
El año pasado más de 16.000 científicos de 139 países firmaron una carta abierta promovida por Michael Eisen, genetista de Berkeley y fundador de PloS, Public Library of Science, [www.publiclibraryofscience.org], cuyo punto de vista comparten: la literatura científica no debería ser monopolio de un editor. En diciembre, PLS anunció haber obtenido una donación de 9 millones de dólares, aportada por la Fundación Gordon Moore (sí, el de la ley de Moore) para poner en marcha sus propias publicaciones, dirigidas y controladas por científicos, como demostración de que otro modelo es posible.
Sin embargo, el anunciado boicot contra los editores que se nieguen a poner sus archivos en régimen de libre acceso, no parece haber hecho mella en el negocio de la edición científica. Las publicaciones científicas, por su parte, se han apuntado un triunfo al conseguir el cierre forzado de PubScience [www.osti.gov], un portal que desde 1999 gestionaba el Departamento de Energía estadounidense, y que suministraba acceso en la WWW a resúmenes y citas de 1.200 publicaciones en el campo de la física y ciencias afines. La lectura de los resúmenes era gratuita y si el interesado quería acceder al documento completo, disponía de un enlace al editor. El caso es que PubScience, subvencionado por el gobierno federal, tuvo tanto éxito que despertó la indignación de al menos dos firmas –Scirus [www.scirus.com] e Infotrieve [www.infotrieve.com]– que ofrecen servicios similares mediante pago.
Al final, la presión del lobby consiguió que el Congreso eliminara la partida presupuestaria que permitía financiar el portal. La lógica es la siguiente: si lo hace el mercado ¿por qué ha de hacerlo el gobierno?
Choques
Estos choques no se daban en el pasado, cuando el único medio de publicación era el papel, y los costes de impresión y distribución debían recuperarse de algún modo. En principio, Internet debería eliminar esas barreras: por supuesto, no todos los costes desaparecen, aunque algunos ya no son esenciales. El control de calidad, que diferencia la literatura científica seria, revisada por especialistas, de la difusión anárquica y vanidosa de resultados dudosos, cuesta dinero. Pero varios episodios chuscos han puesto de relieve que tal evaluación es frecuentemente un engaño y que los filtros de los editores son demasiado generosos, con tal de producir titulares en la prensa general.
Pero aunque los científicos están más interesados en la libre circulación de las ideas que en los costes, el problema del acceso a la información también es económico. Las, digamos, 20.000 publicaciones regulares publican cada año unos 2 millones de artículos. El precio pagado colectivamente en un año por las bibliotecas que pueden permitírselo equivale a unos 4.000 millones de dólares, lo que significa que cada artículo se vende, en promedio, a 2.000 dólares. A cambio de esta suma nada despreciable, el artículo está a disposición de los lectores de las bibliotecas abonadas, y sólo de esas bibliotecas.
A menos que, y así se hace con frecuencia, distintas bibliotecas se concierten para compartir copias de una misma suscripción. Pero aun así, subsiste el problema de que una suscripción da derecho restringido a consulta de los archivos, y ese derecho no se puede compartir. Para los investigadores, tanto o más que el último número de una revista, lo que importa es acceder al archivo de una revista.
Es evidente que algunas editoriales se han habituado a la fórmula de precios elevados –en incremento más rápido que la inflación– para publicaciones de baja circulación pero en número también creciente, lo que garantizó durante años unos beneficios que para sí quisieran otras ramas de la edición. Así, esos editores especializados han contribuido a lo que dio en llamarse serial crisis. Muy pocas bibliotecas pueden permitirse la suscripción siquiera a una fracción significativa de la literatura científica que se publica. Las raíces de esta crisis se remontan a más de veinte años atrás, cuando los científicos adoptaron la regla de que sólo hay dos caminos: publicar o desaparecer de la escena.
Esto, junto con la proliferación de subdisciplinas, acentuó la posición dominante de los editores comerciales sobre la comunicación científica.
Foros
En los foros científicos, mientras tanto, se discuten asuntos como las facilidades de almacenamiento, catalogación y búsqueda, de las que depende la creación de archivos estables sobre la investigación pasada y presente. Por cierto que, así como el éxito de Internet se debe al acuerdo sobre una serie de protocolos comunes, en materia de difusión de los resultados de la investigación científica hay una gran diversidad de modelos, más o menos experimentales, que no han llegado a un grado de desarrollo suficiente como para sustituir el esquema vigente.
Entre esos modelos se encuentra la Open Archives Initiative [www.openarchives.org] que tiene entre sus socios al MIT y el apoyo de HP. La OAI pretende ofrecer un medio para que sean los propios científicos los que diseminen sus trabajo; pero como esto requiere la existencia de unas condiciones previas, los equipos de esta iniciativa se han volcado en el diseño de un estándar para la edición de contenidos digitales que, se supone, debería servir a la vez a grupos con necesidades tan distintas como los matemáticos, los físicos y los biólogos, entre muchos otros.
El surgimiento de XML, que en algún momento reemplazará a HTML, es una hipótesis de interés para el desarrollo de la comunicación científica. Como lo es el proyecto de web semántica de Tim Berners-Lee [www.semanticweb.org]. Pero, por el momento, ninguna de ellas representa una alternativa real ni mucho menos un ahorro de costes sobre el sistema convencional de publicación en Internet.
Quienes trabajan en estos desarrollos sostienen que muchas publicaciones de alto precio y escasa circulación podrían ser reemplazadas por bibliotecas digitales automatizadas. Al reducir la intervención humana en el proceso de edición, confían en reducir drásticamente los costes de diseminar la información. En ciertas áreas, como la biología y la genética, la solución parece estar más cerca de las técnicas de bases de datos –que a menudo contienen hipervínculos a artículos de referencia– que de la literatura gris o el papel convencional.
Hay quienes, sin renunciar a esa perspectiva, han creído necesario ir al grano y propiciar la disolución del actual sistema de comunicación científica. Un numeroso grupo de científicos, iniciadores del proyecto PloS, han propuesto que los artículos deben ser libres en el menor plazo después de su publicación en una revista.Porque en el centro de todas estas cuestiones está una controversia que puede reducirse a la siguiente fórmula: ¿la literatura científica (el único archivo permanente de las ideas y descubrimientos de la humanidad) debe estar bajo propiedad y control privado?
Evidentemente, los editores hacen algo más que imprimir: someten los trabajos recibidos a la evaluación cualificada de terceros y se ocupan de un proceso de edición que no puede tomarse a la ligera. Pero su contribución es minúscula en comparación a la de los científicos que conciben las ideas, hacen el trabajo, comprueban los resultados, escriben los artículos o actúan como evaluadores de los trabajos ajenos. ¿Es legítimo que quien menos contribuye pueda disfrutar del monopolio de la difusión de esos trabajos?
Lo que nadie duda a estas alturas es que la literatura científica del futuro será electrónica y más heterogénea que el actual sistema de edición (en papel o en línea). La idea matriz, común a diversas propuestas, consiste en concebir archivos distribuidos, dinámicos y cambiantes –repositorios de información– gestionados por los especialistas de su disciplina y única fórmula capaz de asegurar una difusión amplia y de preservar a largo plazo los archivos. La auténtica memoria de la ciencia.
@World

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